No tengo escalera, ¿OK?

Telam SE

No tengo escalera, ¿OK?

Tarde o temprano todos nos enfrentamos a un momento de inseguridad, de pánico, de terror en nuestros hogares: el momento en que hay que hacer un arreglo o refacción.

Para llevar a cabo dicha tarea, hay dos clases de personas: los McGyvers que te arreglan un cuerito, una central eléctrica o un transbordador espacial, y en el otro extremo los inútiles para todo servicio.

Hay una tercera especie: los que se dan maña, pero “hasta ahí”: pueden desarmar la canilla pero no volver a armarla y pueden tener un montón de herramientas en su casa, pero no las saben utilizar o ni siquiera saben para qué sirven.

Resumiendo: hay gente que se da maña, hay gente que es mañera y hay otra que llama a alguien que venga a solucionarle el problema mañana.

Y llega el momento tan temido. El profesional ingresa al hogar, hace una inspección ocular… y es como el psicoanalista: solo emite monosílabos: “Ajá” “mmmm” “ups” “Ejem” “oh oh”, hasta que da su veredicto: un discurso de 15 minutos que más que la explicación de por qué pierde la canilla parece una charla TED sobre plomería.

Después de semejante demostración de conocimiento, te sentís en buenas manos. “Este tipo sabe”, pensás, y te relajás. Y ahí, cuando te relajás, llega la frase lacerante: “Hay que romper”, te dice, y vos como Marlon Brando pensás: “El horror, el horror”
Ya no hay vuelta atrás: hay que proceder al arreglo, sea de plomería, electricidad, pintura, cerrajería o simplemente de especialistas en roturas.

Se establece la fecha, se establece un presupuesto y allá vamos: rumbo a lo desconocido.

Llegan a tu casa. Primer problema: siempre les falta algo. Y te preguntan, según el caso, dónde hay por ahí cerca una ferretería, un corralón o un cabaret.

Y allá van, -no sin antes pedirte “algo de efectivo”, dado que este gasto “no estaba previsto”-, lo que te hace dudar de toda su charla TED, en la que no previó que para pintar hacían falta aguarrás y rodillo.

Y sale. Y tarda en volver. A veces tarda media hora, otras un par de horas, ¡a veces tarda dos o tres días en volver!

Al regresar, otra charla TED: “resulta-que-este-caño-es-rosca-tres-cuartos-de-un-material-discontinuado-y-que-solo-se-consigue-en-un-solo-lugar-y-tuve-que-ir-hasta-Monte-de-la-Lora-para-conseguirlo….” Y acto seguido te tira: “Esperemos que funcione, je je” (que es cuando agradecés no saber manejar armas de grueso calibre).

Ni bien comenzada la tarea, comienzan los pedidos: “Maestro: ¿por casualidad no tendrá un balde?” Si, tengo un balde, pero no para que mezcles cemento. Es mi único balde, y es el que tengo que usar para baldear una vez que te vayas…

“Jefe: ¿no tendrá por casualidad un alargue?” No. No tengo un alargue. Bah, si tengo un alargue, pero está siendo usado y si te lo doy me quedo sin tele, compu, heladera. Macho: viniste a hacer un trabajo donde según tu charla TED seguramente hacía falta un alargue. ¡Traé tu alargue!

“Señora: ¿no tendrá una sábana vieja para tapar para que no se le llene de polvo?” A ver: vos sabías que venías a romper todo. Un trapo de piso, ok. No se le niega a nadie. Pero mis sábanas… ¡no!

Y la pregunta que me saca de quicio: “Don: ¿No tendrá una escalera, no?” Ninguno trae escalera. Nunca. ¡Y YO NO TENGO ESCALERA! Soy alto. Llego a todos los lugares de mi depto. Y no voy a comprar una escalera porque NO LA NECESITO. ¡Vengan con su escalera o con su banquito!

¿Acaso todo el mundo tiene escalera en la casa? No creo. No he visto que sea el artículo más vendido. Yo entiendo que si tiene que trabajar en el techo necesita una escalera, pero él también sabía que venía a hacer el techo y hacía falta una escalera. Y no trajo escalera. ¡Y yo no tengo escalera, ¿ok?! Hagan cachurra montó a la burra, súbanse a caballito, consigan un cajón de manzanas, pero si era en el techo… ¡tenías que traer tu escalera!

Y arrancan la obra: en general tienen un asistente, que parece ser un aprendiz, que es quien queda solo y encargado de toda la obra. Y uno duda de su capacidad técnica, ya que no fue él el contratado, y además no tiene ni lonas para cubrir, ni alargue… ¡Ni tiene escalera para llegar al techo!

Y comienza el trabajo. Ruidos. Golpes. Martillazos. Ok. Lo esperado. Paran. “Listo” pensás vos. Y te tirás a descansar un rato.
No importa cuánto tiempo haya pasado entre el cese de los golpes y el momento en que te tirás a descansar: en ese preciso instante, retoman los martillazos.

Paran. Te ponés a leer o trabajar. Vuelven los martillazos. Y si no son martillazos, el taladro, y si no es el taladro, la moladora… y lo único que te consuela es saber que cuando caiga la noche se van a ir a dormir a su casa.

A los tres días de la obra, que se suponía iba a durar un par de horas, vos, tímidamente, preguntás: “¿y cuándo cree que podrán terminar?”

No hay albañil, arquitecto, ingeniero nuclear, o contratista raso que pueda contestar tan simple pregunta. Empiezan los balbuceos: “Y… depende”, “hay mucha humedad y no seca”, “hacen falta 73 kilos más de enduido”, “estos caños viejos de plomo se rompen fácil”… o la lapidaria: “le va a salir más barato y más rápido mudarse, ¿sabe jefe?“

Y es todo tan estresante y es tan complicado saber cuánto te va a salir finalmente, y sobre todo, cuánto van a tardar que a veces me pregunto: Dios creó al mundo en siete días… ¿no será que en el presupuesto original figuraban cuatro?