La última obra de Henrik Ibsen llegó al escenario del Teatro Cervantes

Rubn Szuchmacher y el elenco de Cuando nosotros los muertos despertamos
Rubén Szuchmacher y el elenco de “Cuando nosotros los muertos despertamos”.

“Cuando nosotros los muertos despertamos”, la última obra escrita por Henrik Ibsen, marca el debut como director en el Teatro Nacional Cervantes de Rubén Szuchmacher, quien la adaptó junto a Lautaro Vilo. La pieza, de 1899, narra un conflicto artístico-amoroso entre un escultor y su modelo.

Aparte de su menos notoria actividad como actor, Szuchmacher es un director con amplios méritos; dirigió obras en el San Martín, en teatros alternativos y comerciales, hizo direcciones escénicas de óperas en el Colón –se recibió en el Instituto Superior de esa casa- y cumplió tareas aleatorias en el Cervantes, pero acceder a ese escenario es para él “un símbolo”, según le dijo a Télam.

El noruego Ibsen fue, junto con el sueco August Strindberg, uno de los pilares del teatro escandinavo y del mundo en la segunda mitad del siglo XIX y todo el siglo XX. Su característica no fue el tratamiento del mismo tema a través de su producción, como en otros autores, sino que concibió obras como “Casa de muñecas”, “Un enemigo del pueblo” y “Peer Gynt”, que en apariencia no tienen que ver entre sí.

Ibsen también bebió del romanticismo, el realismo social, lo fantástico en la citada “Peer Gynt” y el simbolismo, que estaba en retirada a la altura de “Cuando nosotros…”, obra de menor duración que las mencionadas y en la que aprovechó para podar hojarascas del teatro decimonónico.

Poco representada –aunque casualmente hay otra versión en cartel– la pieza se ubica en un lugar de veraneo en los fiordos noruegos, donde el escultor famoso (Horacio Peña) mata su tedio junto a su joven esposa (Verónica Pelaccini) y mantiene un pequeño diálogo con el gerente del hotel (Alejandro Vizzotti) acerca de unas figuras que le pareció ver en los jardines la noche anterior.

Esas figuras son su antigua modelo (Claudia Cantero) que posó desnuda para una escultura muy valiosa que cobró fama en algún gran museo y una mujer vestida negro (Andrea Jaet) que podría ser su sombra, una consejera religiosa, o bien, en un sentido actual, su acompañante terapéutica.

La modelo llama “nuestro hijo” a la escultura y al mismo tiempo reprocha al artista que más allá de su creación nunca la haya tocado en un sentido lúbrico, en lo que insinúa que por su parte hubo mucho más que un trabajo remunerado: algo de un amor que le habría hecho perder la razón y hasta la propia existencia.

Ella se declara muerta, sin alma ni conciencia, ya que el hombre habría actuado como un Pigmalión que trasladó su soplo desde la persona hacia su obra; para el escultor, esa aparición es lo que menos desea en esos momentos, pero poco a poco reconoce su importancia en su vida.

Por eso le plantea una convivencia tripartita junto a su esposa, noción que estaba en auge a fines del siglo XIX junto a las ideas de una suerte de anarquismo de clases altas, como las que pusieron en práctica algunos grupos de intelectuales y propuso a destiempo y con nostalgia el escritor Henri-Pierre Roché en dos novelas que llevó al cine François Truffaut con los títulos “Jules y Jim” y “Las dos inglesas”.

Pero el asunto no funciona, quizá no tanto por la reticencia de la mujer sino por la irrupción de alguien que se promociona como un exaltado cazador de osos (José Mehrez), que entusiasma con sus aventuras a la esposa del escultor y emprende con ella un paseo a la montaña, a lo desconocido.

El cazador parece extemporáneo en su primera aparición, cuando irrumpe en la calma del artista y su esposa –al principio la obra se basa más en el diálogo que en las acciones; en su quietud los personajes se quejan del silencio que hay en el lugar, al contrario de lo que que sucede en las grandes ciudades.

Ibsen era un hombre que estaba al día con las realidades de su época, con los intentos revolucionarios en Europa y, en las conductas personales, el conocimiento de las neuropatías –”La interpretación de los sueños”, de Sigmund Freud es contemporánea de esta obra-, por lo que ninguno de sus personajes carece de contradicciones.

Los suyos van mostrando distintas facetas que chocan entre sí con comportamientos imprevisibles –la propuesta comunitaria del escultor, el cambio y la “liberación” de la esposa, la afirmación de inexistencia de la propia modelo como mayor ejemplo- en un misterio que los envuelve y que también envuelve a la acción de la pieza.

Szuchmacher aprovecha la solvencia de su elenco para armar un espectáculo de gran poesía al que añade con todo derecho elementos expresionistas -una tendencia que nació mucho después de la muerte de Ibsen- como el diseño escenográfico del tercer acto y, en particular, un telón frontal transparente que no se alza hasta el final y que puede señalar varias cosas: el mundo alucinado de sus criaturas, la distancia temporal con lo que se ve o hasta el carácter onírico de la narración. La escenografía es del maestro Jorge Ferrari y la iluminación, a veces engañosa, es de Gonzalo Córdova.

El director aprovecha asimismo los toques sonoros de Bárbara Togander para buscar un extrañamiento que traiga la acción a la actualidad, al tiempo que maneja la cadencia de sus diálogos con sutileza de reloj, como enseñanza para quienes en los últimos tiempos desdeñan el teatro de texto en busca de otros procederes.

“Cuando nosotros los muertos despertamos” se ofrece en la sala María Guerrero del Teatro Nacional Cervantes, Libertad 815, de miércoles a domingos a las 20.